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Tu Bishvat – el 15 de Shvat

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Sobre Janucá y las lámparas de aceite

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La delicada percepción – Parshat Vaietzé

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“Los ojos de Lea eran delicados” (Gen. 29:17). Así caracteriza la Torá, en la sección Vaietzé, a Leá, nuestra matriarca. El adjetivo “delicado” puede referirse a dos cosas (tanto en hebreo como en castellano): débiles, o bien refinados. Hay exégetas que explican que los ojos de Leá se habían debilitado por mucho llorar, pues pensaba que, como primogénita le correspondería casarse con Esav. Otros explican que sus ojos eran muy bellos, delicados y refinados.

En ambos casos, la palabra “delicado” nos hace pensar en un equilibrio que requiere de cuidados para no quebrarlo: para que no empeore, si es débil, o para que no se estropee, si es refinado.

Podemos preguntarnos, por otro lado, ¿por qué la Torá elige describir a Leá según sus ojos? La palabra “ojos”, en todos sus derivados, aparece en la Torá unas doscientas veces. En apenas casi diez casos se refiere al órgano mismo de la vista, al ojo físico. En las otras casi ciento noventa apariciones, la palabra “ojos” se refiere a “vista”, “apariencia” y también “opinión”, es decir a la percepción de la realidad. Por ejemplo “elevó sus ojos…” se refiere a vista, “mantuvo su aspecto” [lit. “se mantuvo en su ojo”] se refiere a la apariencia y “es bueno a sus ojos” o “halló gracia a los ojos…”, se refiere a la opinión.

Volviendo a Leá, quizás la Torá no nos habla de sus ojos físicos, sino de su manera de percibir el mundo, su manera de ver. Leá tenía una manera delicada, frágil, sensible de percibir la realidad.

“También amó a Rajel más que a Leá” (Gen. 29:30). Como el texto dice “también”, implica que agrega el amor a Rajel al amor que ya sentía por Leá. Radak (Rabi David Kimji, Narbona S. XII-XIII) explica: “esto nos dice que también amaba a Leá, aunque no la había elegido al principio para esposa, la amaba como un hombre ama a su mujer, si bien amaba más a Rajel” (comentario a Gen 29:30).

Iaakov la amaba, pero ella no lo percibía: el amor de Iaakov por su otra mujer, Rajel, hacía que Leá se percibiera a sí misma como odiada. “Vió el Señor que Leá era odiada” (Gen 29:31), y Radak explica “Iaakov no la odiaba, sino que la amaba. Pero como amaba más a Rajel, ella se dice odiada, es decir que en comparación con Rajel era odiada” (comentario a Gen 29:31)

Es como si dijera “si no me ama sólo a mí, si no me ama más a mí que a ella, la única explicación es porque soy odiada”. Y este sentimiento teñía toda su existencia. Dios le presentó las posibilidades de sentirse distinto, de fortalecer su autoestima, dando a luz, creando vida; pero Leá siguió todo el tiempo percibiéndose como “la odiada”. Sin la capacidad de sentir el amor de su marido, entró en una lucha existencial con su hermana, Rajel, y con su propia existencia. Cada hijo que tuvo era la marca de esa lucha: Reuvén “pues vio [raá] Dios mi sufrimiento”; Shimón, “pues oyó [shamá] Dios que soy la odiada”; Leví, “esta vez mi marido se me aunará [ielavé]. Sólo con el cuarto hijo logra calmarse un poco y proclama “esta vez agradeceré [odé] a Dios” y lo llamó Iehudá. Pero luego continúa con su competencia con Rajel, sin poder ver, apreciar, percibir, el amor existente en Iaakov.

A través de la vida de Leá, con su frágil percepción, la Torá nos propone que aprendamos a trascender nuestra propia frágil percepción, que veamos el mundo más allá de nuestras limitaciones, que las conclusiones sobre nosotros mismos no estén basadas en la competencia con el otro.

“Los ojos de Lea eran delicados”. ¿Los nuestros? De nosotros depende que sean débiles o bellos, de nosotros depende que nuestra percepción sea negativa o positiva.

Los Dolores de Abraham – Parshat Jaié Sará

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Cuando Dios le dice a Abraham que tome a su hijo Itzjak para sacrificarlo, la Torá introduce el tema diciendo que Dios sometió a Abraham a una prueba: “nisá et Avraham” = probó a Abraham (Gen. 22:1). Podríamos quizás traducir en lenguaje más moderno: desafió a Abraham.

La Torá define este mandato divino, entonces, como una prueba, un desafío. En virtud de ello, nuestros Sabios comprendieron que otros mandatos de Dios a Abraham son, de hecho, desafíos: “Por diez desafíos paso Abraham y de todos salió exitoso, lo que muestra cuán grande era el aprecio de Abraham por Dios” (Pirké Avot 5:3) ¿Cuáles son esos diez desafíos? No nos lo dicen, pero Maimónides, en su comentario a la Mishná, explica que todos están escritos en la Torá y brinda allí las fuentes (comentario a Pirké Avot 5:3).

Abraham, cual héroe, sale airoso de los desafíos pues ¡su amor por Dios le da fuerzas extremas! La profunda fe y absoluta confianza de Abraham en Dios nos hacen concebirlo, muchas veces, como un ser casi desprovisto de dolor y tristeza. Dios está con él, y él lo sabe: ¿hay lugar a la tristeza? ¿Por qué sentir dolor, si todo es por el Señor y para el Señor?

Sin embargo, una lectura más detallada de la Torá permite comprender que Abraham era un ser humano pleno, con todas las fortalezas y debilidades de cualquier persona. Su fe no le proporcionaba un escudo ni contra las adversidades, ni contra los altibajos del alma. Pero sí le proporcionaba herramientas espirituales para sobreponerse. Así como las cosas buenas nos producen un sentimiento agradable, las adversidades nos producen enojo, o tristeza, o dolor. Nadie está exento, ni nadie debe estar exento, pues se trata de la expresión del alma humana. Abraham nos enseña que aun teniendo un diálogo íntimo con Dios, el dolor se nos presenta. Todo se trata de no sucumbir a causa de él, sino de osar sentirlo en su intensidad y luego recuperarse.

Parshat Jaié Sará comienza relatando la muerte de Sara: “vino Abraham a lamentarse por Sara y llorarla” (Gen. 23:2). Siente el dolor de la pérdida; la muerte es separación definitiva aún para quien dialoga continuamente con Dios. Sin embargo, el anciano patriarca no sucumbe, se levanta de su dolor para arreglar todo lo necesario para el entierro y luego regresa a su dolor, sepultando a Sara. Y de allí vuelve a reponerse para preocuparse del futuro, el matrimonio de su hijo Itzjak y el bienestar de todos sus otros hijos.

Un interesante midrash en la colección Midrash Tanjuma (Parshat Ekev, art. 3), se hace eco del dolor de Abraham al enterrar a Sara y nos presenta un listado de momentos de sufrimiento de Abraham. ¡Hasta esos diez desafíos de los que se habla en otro lado, son aquí dolores de alma de Abraham! El texto nos presenta al patriarca no como un superhéroe, sino que como un ser humano como tú y yo que nos enseña, a través de su ejemplo de vida, a vérselas (él… y nosotros) con Dios, con la realidad que golpea, con los sentimientos y con la fe. No se trata de una muestra de dolores cual trofeo; el midrash viene a enseñarnos la importancia de no desentendernos del dolor cuando éste llega: sólo haciendo frente a este dolor podremos sobreponernos y sentirnos mejor más adelante. El dolor deja secuelas, pero si no lo enfrentamos no quedará como un resabio, sino que como un peso permanente.

Dice ese texto: “Quien siente el dolor en su comienzo, logrará el sosiego al final. Y no hay quien haya sentido el dolor en su comienzo más que Abraham: fue arrojado a un horno encendido, debió abandonar el hogar paterno, lo persiguieron 16 reyes, pasó por diez desafíos, enterró a Sara; pero finalmente obtuvo sosiego, como está escrito: ‘Con el tiempo Abraham envejeció y Dios lo hubo bendecido en todo’ (Gen. 24:1) (Midrash Tanjuma, Ekev, art. 3)

Más allá del arcoíris – Parshat Va-ierá

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Una tragedia que cambia totalmente la vida no es algo común, gracias a Dios. Sin embargo puede suceder, Dios nos libre.

Antes de que la calamidad golpee, se puede tratar de cambiar algo para evitarla. Pero cuando el desastre se ha desencadenado nada podrá cambiarlo ya: “Rav Iosef dice: una vez que se le ha otorgado la anuencia al ángel de la destrucción, éste ya no distingue entre justo y malvado” (TB Baba Kama 60a).

Pese a ello muchas veces vemos cuán difícil es para alguien abandonar el lugar en donde se desarrolla la tragedia, quizás porque pretende aún cambiar lo inmodificable, quizás porque espera que sus virtudes generen un milagro, quizás lamenta la pérdida de su inversión material o espiritual. Aún cuando todo ya ha terminado hay quienes quedan fijados en el lugar psicológico del desastre y se torturan en pensamientos: “¿quizás es algo que he hecho?, ¿quizás podría haber hecho algo diferente?, ¿quizás me lo merezco por confiar demasiado en mi futuro?”. Quienes rodean a la persona, de lejos o de cerca, también buscan un motivo, a veces para consolar y otras, para acusar: “Es lo que eligió y por eso le ha sucedido esto”, “es la voluntad de Dios”, “Dios sabe por qué te lo ha hecho”, “ella siempre tenía el futuro en sus manos y… ¡epa!”

Severo auto-juicio, severo juicio a los otros; remordimiento y acusación.

Job nos enseña, sin embargo, que Dios no gobierna Su mundo según una fórmula fija e inexorable. Hay cosas que pasan sin explicación, no siempre hay un motivo claro, no siempre hay relación entre la persona y lo que le sucede más allá de su propio poder y deseo.

Lot y Sodoma también nos enseñan que ese tipo de acusación no es ni eficaz, ni correcta, ni justa.

Sodoma, Gomorra, Admá y Zeboim fueron destruidas por un cataclismo que Dios produjo pues los habitantes eran extremadamente corruptos, malvados y crueles. Un cuento simple: maldad absoluta y probada trae el castigo divino.

Y entonces encontramos a Lot. ¿Era malvado? No, ya que se preocupa del extranjero necesitado de techo. ¿Era justo? No, pues no duda en ofrecer a sus hijas como presa a la lujuria salvaje de los hombres de Sodoma. Lot tiene un lado bueno y uno malvado. Sin duda ha crecido en un buen hogar, junto a Abraham, y fue influido por una educación de altos valores. Pero también fue influido por el entorno malvado en el que vivía.

Sobrevivió, pero sufrió una tragedia. Ante esto, podemos tender a unir los puntos en busca de una justificación: sus hombres causaron un conflicto con Abraham, él eligió vivir en un lugar en el que “los habitantes eran muy malos y pecadores ante Dios”, ofreció sus hijas como presa sexual a los hombres de Sodoma, se demoró en huir aún cuando los ángeles ya habían anunciado la inminente destrucción. Quizás Lot también habría tenido pensamientos similares tras la tragedia.

Los ángeles le dicen: “¡Huye y ponte a salvo, no mires tras de ti [ajareja, en hebreo]… para no perecer!” (Gen. 19:17). Puedes sobrevivir la tragedia, pero no mires tras de ti para no quedar absorbido por la catástrofe. ¿Acaso mirar las ciudades en destrucción puede causar la muerte de Lot? El rabino Yaakov Lorberbaum nos señala que todo el mundo habrá seguramente visto la catástrofe, ¡mas nada les sucedió! (Najalat Yaakov sobre Gen. 19:17). No se trata de ver las ciudades, sino de no mirar “tras de ti”. El término hebreo para “tras de ti” es “ajareja”, que tiene un doble sentido: tras de ti (lo que tenías, lo que dejaste, lo que has hecho) y posteriormente a ti (lo que vendrá tras de ti, lo que dejarás tras de ti). Los ángeles le dicen a Lot: no trates de encontrar el motivo de la tragedia en algo que has hecho, tampoco te preguntes “¿por qué se ha destruido mi futuro si me he portado bien?”, tampoco te fíes de que tus buenas acciones puedan detener un desastre que ya se desencadenó. No te tortures con lo que ya ha pasado o lo que podría haber pasado. Hay una tragedia y no está conectada directamente a ti, aún cuando es a ti a quien golpea. Ahora sálvate y continúa construyendo tu vida.

¿Y la mujer de Lot? Ella miró tras de él… ¡no de ella! Trató de explicar lo que había pasado adjudicándoselo a Lot, “tras de él” hacia su pasado y hacia su futuro: ¿ha sido algo que él ha hecho?, ¿quizás no hizo lo suficiente?, ¿qué se ha hecho del gran futuro que nos esperaba por él?”

Ella hecha sal en la herida, preserva (como salando) la situación sin dar posibilidad a la continuidad, recubre el campo con sal para que nada crezca. Queda fijada en su propia sal hasta que ella misma se ve transformada en sal.

No busques el motivo ni hacia atrás ni hacia adelante, no juzgues cruelmente ni a ti ni a los demás. Mejora tu conducta, agradece a Dios por poder seguir adelante y ayuda a los demás a construir y progresar.

Sepárate de mí, pues somos hermanos – Parshat Lej Lejá

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La disputa es normal entre los seres humanos. Cada uno de nosotros tiene la capacidad y la libertad de tener ideas personales: convicciones diferentes pueden derivar en una discusión. Las discusiones pueden ser una fuente de enriquecimiento espiritual y de desarrollo de la personalidad y de las relaciones interpersonales. Sin embargo hay veces en que ellas derivan en conflicto y hasta en contienda.

Podríamos definir tres niveles: discusión (que puede ser enriquecedora y fructífera), conflicto (en el que cada uno queda fijado en su propia posición sin respetar la idea del otro) y la contienda (en donde el conflicto se vuelve violento: no sólo ya no hay respecto por la posición contraria, sino que se la intenta silenciar por medio del sometimiento físico).

Los dos primeros niveles, la discusión y el conflicto, están basados sobre el desacuerdo de ideas: son típicamente humanos. La contienda, por otro lado, agrega la violencia verbal y física, un comportamiento animal en el que las ideas ya no son importantes: sólo lo es el poder físico de subyugar al enemigo.

Todos corremos el riesgo de pasar del conflicto a la contienda, aunque ésta sea una reacción animal. Debemos, entonces, hacer todos los esfuerzos por alejarnos de esta opción destructiva.

¿Y qué pasa con el conflicto? ¿No deberíamos evitarlo? Bueno, hay veces que lo logramos. Pero en general nos es más fácil quedarnos fijados en nuestras concepciones y no otorgarle sustancia a la idea del prójimo. Esta fijación es la razón del paso de una discusión a un conflicto. No siempre, entonces, podemos evitar el conflicto. En lugar de evitarlo, sería quizás más positivo y eficaz aprender cómo controlarlo para no derivar en una contienda y cómo salirnos de él, una vez que hemos entrado en un conflicto.

Tratar un conflicto de manera constructiva depende de nuestra capacidad de respetar al prójimo. Respeto significa otorgar a la otra persona significado, existencia, peso. En Hebreo, la palabra respeto, kavod, se relaciona con peso, koved. No tenemos necesariamente que estar de acuerdo con la concepción de nuestro prójimo; pero debemos otorgarle sustancia y existencia. De esta forma las dos concepciones, la mía y la de él, persisten.

Esta postura debe estar presenta en las dos pares de un conflicto. Cada uno debe saber y aceptar que uno es igual al otro en lo que hace a sus ideas y puntos de vista, aun cuando no puedan estar de acuerdo. Si uno piensa que el otro es inferior, vil, deplorable, defectuoso, abyecto… el respeto es inexistente y no es posible un tratamiento constructivo y eficaz del conflicto. Si, por el contrario, uno se piensa a sí mismo como ganador, superior, héroe, aceptado, elevado por encima del otro… tampoco aquí hay respeto. Más aún, si uno acepta al otro por misericordia, piedad, conmiseración, no está siendo más que arrogante y paternalista; pero no ejerce ningún respeto: uno es visto como necesitado, impedido, mientras que el otro es completo y prominente.

A veces, preservar el respeto implica la separación. También ésta es una solución: ambas partes reconocen sus propias limitaciones y la dificultad de vivir juntos. Para preservar la fraternidad, el amor y el respeto mutuo, debemos no forzar a las partes a vivir bajo un mismo techo si esto tiende a crear conflicto.

La relación entre Abraham y Lot era de este tipo. Era muy claro para ellos que la vida en común podría ser posible solamente cuando uno de ellos se sometiera (anulándose) al otro. Con gran sabiduría Abraham declara: “Que no haya una pelea entre tú y yo… pues somos hermanos… sepárate de mí” (Gen. 13:8-9).

El Malbim, en su comentario a estos versículos, explica que la pelea fue provocada porque eran hermanos. El Rabino Samson Raphael Hirsch señala que el versículo no dice “entre nosotros”, sino “entre tú y yo”. Entiendo esto como que Abraham le adjudica a Lot la misma importancia que se adjudica a sí mismo. No dice “No te pelees conmigo”, como si el centro del conflicto fuese Lot. Tampoco dice “entre nosotros” como para opacar las diferencias. “Entre mí”, con mis concepciones y mi existencia, “y tú”, con tus concepciones y tu existencia. Las posiciones son tan opuestas que si continuamos viviendo juntos terminaremos por no respetarnos: trataremos de sojuzgar uno al otro y de anular su individualidad.

¿Esta separación significa cortar las relaciones? ¡No! La prueba llega algunos versículos más adelante, cuando Abraham rescata a Lot del cautiverio. Es más bien como lo explica Rashi: ” ‘Si vas a la izquierda, yo iré a la derecha‘: dondequiera que vayas, no me alejaré de ti y estaré allí para ayudarte y protegerte”.

Hemos discutido, nos quedamos fijados en nuestras concepciones, desarrollamos un conflicto, no pudimos salir de él, pero siempre cuidaremos del respeto mutuo. Por ello, sepárate de mí, para que continuemos siendo hermanos.

 

Si tus caminos son placenteros, ¡es un placer conocerte! – Parshat Noaj

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¿Quién era la mujer de Noé? La Torá no menciona su nombre, si bien es una de las silenciosas heroínas de esta historia, junto a las mujeres de sus hijos.

Cuando la Torá menciona el nombre de alguien, es porque la persona cumple una función sustancial ya sea en esa historia, o en algún otro lugar de la Torá. Los otros, que no tienen un rol central o sobre los que no hay nada especial que aprender, permanecen en el anonimato. Así lo vemos con respecto a los muchos hijos e hijas de las primeras generaciones: “Tuvo hijos e hijas” dice la repetitiva frase que resume la lista de generaciones del Génesis. Son hijos e hijas anónimos porque sus historias, si bien pueden ser importantes, no son sustanciales en lo que hace al mensaje que quiere enseñar la Torá.

Sobre Iaakov también está escrito que tuvo otras hijas además de Diná; pero son anónimas: “Todo sus hijos y todas sus hijas vinieron a consolarlo” (Gen. 37:35); hay quienes dicen que “hijas” se refiere a nueras, mientras que otros dicen que son concretamente sus hijas.

En la mayoría de los casos, aquél cuyo nombre no es mencionado permanece anónimo en toda la Torá. Sin embargo, hay algunos casos en los que nuestros Sabios decidieron llenar el vacío. Por ejemplo, el servidor de Abraham que fue a buscar esposa para Itzjak, es sólo llamado en la Torá “el servidor de Abraham”. Muchos midrashim dicen que es Eliezer, el damasceno, el encargado de la casa de Abraham. Otro ejemplo es el de la hija del Faraón, a quien muchos midrashim identifican como “Bitiá, la hija del Faraón”, la esposa de Mered que aparece en I Crónicas 4:18.

La lógica de estos dos ejemplos es bastante comprensible: los dos personajes jugaron un rol central en la historia del pueblo judío, a pesar de que la Torá no mencione sus nombres.

Hay, sin embargo, un caso de identificación que es bastante sorprendente: la mujer de Noé. Su nombre no es mencionado en la Torá, ni tampoco jugó un rol sustancial (importante, sí; pero no necesariamente sustancial). Pese a que no era crucial identificarla, nuestros Sabios decidieron vincularla con otro personaje: Naamá, la hermana de Tubal-Cain. “Rabí Aba bar Kahana dijo: Naamá era la mujer de Noé… pero los Sabios dijeron: era otra Naamá” (Bereshit Rabá 23:3).

Naamá era la hija de Lemek, un descendiente de Caín. ¿Por qué es que Rabí Aba bar Kahana considera que la simiente de Caín debe de haber sobrevivido el Diluvio? No hay nada en la Torá que lo indique: ¿la esposa de Noé es Naamá, la hija de Lemek, descendiente de Caín? Esto significa que la humanidad se desarrolló no sólo a partir de Set, el tercer hijo de Adán y un antepasado de Noé, ¡sino que también a partir de Caín! Hubiera sido mucho más simple seguir el sentido llano del texto, dejando a la esposa de Noé en el anonimato. ¿Por qué embrollar todo? ¿Por qué enraizar a la humanidad en la simiente de Caín el malvado?

Quizás la alusión aquí sea que Caín no era malvado. Pecó, sí. Cometió una gravísima transgresión, sí. Pero quizás también cambió su actitud, trato de reparar lo que podía ser reparado, trató de construir en lugar de perpetuar la destrucción. No debemos olvidar la rehabilitación que emprendió Caín: Dios lo expulsó a una tierra de nomadismo: “trashumante y nómada serás en la tierra… y él se asentó en la tierra de Nod [nomadismo]” (Gen 4:12-16). Y es en esta tierra de trashumancia en donde Caín construye una ciudad; se establece y construye en un lugar en donde parecería imposible lograrlo (id. vers. 17). No sólo construye, sino que también pone a la ciudad el nombre de su hijo: Janoj, un nombre relacionado con establecerse, fundar, progresar y enseñar.

Caín no perpetúa la extinción: ha hecho algo terrible al matar a su hermano; pero busca la rehabilitación y la restauración. Caín no repite el mal: ante la destrucción él y sus descendientes proponen la construcción, la restauración y la continuidad. Sus descendientes Iaval, Iuval y Tubal-Caín fueron quienes desarrollaron la civilización: la música, el asentamiento, el ganado, la metalurgia, la agricultura. Los hijos reparan lo que había hecho si padre Lemek: él mató y se jactó de haberlo hecho, mientras que sus hijos responden construyendo y progresando.

¿Y Naamá? Sólo es mencionada como la hermana de Tubal-Caín. Pero si se alude a su nombre, esto quiere decir que sus acciones son sustanciales… ¡pero no se las menciona!

El vínculo entre Naamá y la esposa de Noé viene a enseñarnos, quizás, la función crucial que tuvo en continuar la construcción a pesar de la extinción. Ella hace todos los esfuerzos, junto con Noé, por continuar la vida a pesar del Diluvio y de la corrupción humana. Es la que silenciosamente mantiene la esperanza de la construcción a pesar de la maldad, la crueldad y la corrupción de otros humanos. Ella es la que no se rinde a la pulsión de destrucción y lucha contra la inclinación al mal para traer luz dentro de la oscuridad. Ella representa, como descendiente de Caín, la tendencia positiva de los humanos de arrepentirse, corregir lo pervertido, luchar contra las inclinaciones destructivas y lograr la restauración.

¿Por qué se llamaba Naamá? El midrash continúa: “porque sus hechos eran placenteros [naim]”

Una responsable responsabilidad – Parshat Bereshit

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Las historias de las dos primeras secciones de la Torá, Bereshit y Noaj, presentan uno de los problemas básicos del comportamiento y del sentimiento humanos: la relación con la responsabilidad. Digo problema, porque esta relación no está exenta de altibajos y de fracasos.

Los seres humanos sufrimos de hipo-responsabilidad y de híper-responsabilidad. A veces intentamos desentendernos de nuestras obligaciones y de hacernos cargo de nuestras acciones. Otras veces exageramos en ponernos límites (a nosotros mismos y a otros) y asumimos un celo desproporcionado.

Sí, también actuamos con responsabilidad adecuada, constructiva, positiva. Pero en muchas áreas, en muchos momentos, todos nosotros, sin excepción, caemos en los extremos de alta o baja responsabilidad.

Dios creó al Ser Humano con la capacidad de discernir entre valores, de medir causas y consecuencias, de crear un sistema moral. Pero esta misma capacidad es un arma de doble filo en manos humanas. Podemos vernos encerrados por esos mismos valores e intentar un escape: deshacernos y desasirnos de la responsabilidad. O bien podemos ser dominados por el temor al error, por el miedo a no saber cómo discernir, y quedar así esclavizados dentro de nuestro comportamiento axiológico.

La parashá de Bereshit presenta varios ejemplos del fracaso humano en aplicar la responsabilidad. La lectura de este texto debe ser un llamado a sobreponernos e intentar aprender, tantas veces como sea necesario, el delicado arte de vivir con responsabilidad.

El relato del fruto prohibido, del árbol del conocimiento del bien y del mal, es un claro ejemplo de ese fracaso, tanto por hipo- como por híper-responsabilidad. Ambas posturas llevan a consecuencias destructivas.

Dios le prohíbe al Ser Humano comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal: “Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, pues cuando comieres de él habrás de morir” (Gen. 2:17). Esta prohibición fue introducida antes de que Dios separara al Ser Humano en dos: un macho y una hembra. Es decir que es una prohibición que recae tanto sobre el hombre como sobre la mujer.

La serpiente le hace a la mujer una pregunta capciosa: “¿Así que Dios les dijo que no comiereis de ningún árbol del Jardín?” (Gen. 3:1).

La respuesta responsable sería: “Sólo nos ha prohibido comer del árbol del conocimiento del bien y del mal”. Pero la mujer, actuando por híper-responsabilidad, agrega una restricción y declara: “del fruto del árbol que está en medio del Jardín Dios nos ha dicho que ni lo comiéramos, ni lo tocáramos(id. vers. 3). Este agregado alejó lo prohibido… y lo hizo más tentador. Traspasar esta nueva valla auto-impuesta no sólo que no conlleva ninguna sanción, sino que modifica la percepción de la prohibición original. El razonamiento sería: “si no me ha pasado nada cuando toqué el árbol (violando la restricción autoimpuesta), tampoco me pasará si como del fruto (violando la prohibición original)”.

La exageración en la puesta de límites, por más que provenga de la intención de guardarse de transgredir, deriva en la saturación y en la anulación, en fin de cuentas, de la interdicción original, violando así la misma norma que se pretendía proteger.

Rashi (Rabi Shelomó Itzjaki, Francia S. XI) nos explica con respecto al agregado de Eva: “Ella añadió al mandamiento y por ello terminó depreciándolo. Ya se nos ha dicho ‘No agregues a Sus palabras’ (Proverbios 30:6) (Rashi, Gen. 3:3).

El Talmud (tratado Sanhedrín 29a) también toma este versículo como ejemplo claro de que todo el que agrega termina, en fin de cuentas, depreciando.

Dios le pregunta al hombre: “¿Has comido, acaso, del árbol del que te prohibí comer?” (Gen. 3:11). Dios es omnisciente, ¿para qué necesita preguntar, entonces? ¡Él ya sabe lo que pasó! Dios no pregunta para saber, sino para estimular en el hombre el ejercicio de la responsabilidad. Pero aquí vemos la falla por hipo-responsabilidad: “la mujer que Tú me entregaste me dio de comer” (id. vers. 12). “¡No fui yo!”, dice el hombre, “¡fuiste Tú, Dios! ¡Y la mujer!”. El hombre destaca sólo una parte de la realidad para desentenderse de toda responsabilidad.

¿Qué habría sucedido si la mujer no hubiera reaccionado con híper-responsabilidad? ¿Qué habría sucedido si el hombre no hubiera reaccionado con hipo-responsabilidad?

De nada vale conjeturar sobre qué hubiera pasado. La Torá nos desafía a nosotros, los Seres Humanos que la leemos, a tomar el camino que aquellos seres primigenios no se atrevieron a andar.

A nosotros nos toca reaccionar con responsable responsabilidad.

¿Simpatía o empatía? Nosotros ante la tzedaká

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En la época de los Iamim Noraim, los Días de Reverencia, entre Rosh Hashaná y el final de Iom Kipur, Dios examina a Su Creación y, en particular, al Ser Humano: nuestras acciones e intenciones y, principalmente, lo que hemos hecho de Su Creación. Este examen tiene dos lados: el de Dios y el nuestro. Cada uno de nosotros debe hacer un profundo balance introspectivo. Estos son principios conocidos de la tradición judía. También creemos en que Dios está dispuesto a cambiar Su grave veredicto sobre nosotros si hacemos tres acciones: Tefilá [plegaria], Tzedaká [justicia social] y Teshuvá [arrepentimiento rectificativo].

Es Rabí Elazar quien nos enseña que “tres cosas anulan el grave veredicto: la tefilá, la tzedaká y la teshuvá (Talmud Jerosolimitano, tratado Taanit 65b). ¿Sobre qué se basa para tal aseveración? Pues lo aprende de las palabras de Dios al Rey Salomón en II Crónicas 7:14: “Si Mi pueblo, sobre el cual es invocado Mi nombre, humildemente ora [esta es la plegaria, “tefilá”], busca Mi presencia [esta es la justicia social, “tzedaká”] y se vuelve de sus malos caminos [este es el arrepentimiento rectificativo, “teshuvá”]; entonces atenderé desde los Cielos, perdonaré sus transgresiones y sanaré su tierra [esta es la anulación del veredicto]”

Son éstas tres acciones que, realizadas con sinceridad y correctamente, influyen profundamente en el alma produciendo en ella un cambio fundamental. La plegaria sincera implica un intenso autoexamen, es una suerte de juicio a nosotros mismos. Le oramos a Dios, le pedimos, reconocemos Su poder, nos confesamos ante Él. De esta forma tomamos conciencia de lo que tenemos, lo bueno y lo malo, y de lo que adolecemos. El examen incluido en la plegaria vuelve sobre nosotros e influye en nuestra alma. Este regreso sobre nosotros está implicado en el verbo hebreo para rezar, cuya forma gramatical es reflexiva: “lehitpalel“.

La teshuvá, el arrepentimiento rectificativo, implica el examen de nuestras acciones, la reparación de los daños que hubiéramos causado a nuestro prójimo, el pedido de perdón de quien dañamos y el compromiso interno de repetir las transgresiones o las acciones negativas que hicimos. Este es, sin duda, un difícil proceso para el alma. Requiere la toma de responsabilidad sobre nuestras acciones negativas y el explícito reconocimiento de haberlas hecho. Esto es quizás lo más difícil de la teshuvá, exige pues el reconocimiento total de nuestros hechos, sin justificaciones, con una máxima humildad de alma. Si nos justificamos estamos diciendo, de hecho, que lo que hicimos no es realmente negativo ya que hay un motivo que le da razón de ser a nuestra acción. Mientras haya un motivo, o un apremio la responsabilidad recae, aun parcialmente, sobre alguien o algo más. La teshuvá exige una toma de responsabilidad sin ambages. El profundo autoexamen debe hacernos comprender cuándo es que realmente hubo motivos o apremios y cuándo no.

De las tres acciones que Rabi Elazar enuncia, creo que la tzedaká, la justicia social, es la que resulta más difícil para el alma. Exige un cambio esencial en el espíritu humano. ¿Por qué? Porque requiere de nosotros que dejemos de vernos como el centro para tratar de comprender la realidad desde el punto de vista y al experiencia del prójimo. Nos exige declara “no soy yo quien entiende la aflicción ajena, sino que quien sufre es quien me hace comprender su sufrimiento”.

Podrían decirme: “Pero la tzedaká se trata de darle dinero al necesitado ¡Nada más simple que eso!”

Pues bien, eso no es tzedaká, sino caridad. Doy lo que creo que le falta y de lo que a mí me sobra. Es una gran acción; pero no es tzedaká, justicia social. No me lleva a modificar quién soy, ni a comprender realmente a mi prójimo, ni a penetrar en su aflicción o sentir la realidad a través de su alma. La caridad permite alivianar momentáneamente la tribulación del sentimiento. Quizás del sentimiento del desposeído; pero básicamente del sentimiento del caritativo. La caridad es consecuencia de la congoja que quien da siente con respecto al desposeído. Es una consecuencia positiva, ya que ayudamos, aunque sea momentáneamente, a quien quizás le hacía falta dinero, o vestimenta, o una comida. La caridad es sin duda una gran acción; pero no es tzedaká.

La verdadera tzedaká, según nuestros Sabios, es darle al necesitado lo que él necesita: “Si le falta vestidura, lo vestimos; si le faltan utensilios, le compramos; si no está casado o casada, le conseguimos pareja; si antes montaba a caballo con un sirviente andando ante él y se empobreció, le proveemos un caballo y un sirviente que ande ante él” (Maimónides, Hiljot Matnot Aniim, 7:3).

La tzedaká es restablecer el honor a quien fue privado de él, devolver la confianza a quien perdió la confianza en otros, lograr que otros confíen en él, restaurar la fuente de ingresos a quien la perdió, restablecer la fe en sí mismo a quien ya no la tiene, devolver la sonrisa al triste, ayudar a llorar a quien se reprime, devolver la capacidad de elogiar.

Debemos corrernos de nosotros mismos, de centrarnos en nosotros, para comprender lo que viene desde el lugar y la aflicción del otro, pues la tzedaká, la justicia social, es ayudar al prójimo a lograr obtener lo que le falta a él y no lo que nosotros suponemos que le falta. La diferencia es enorme. Pues el necesitado no es sólo quien nos parece desposeído. El necesitado puede ser rico o pobre, alegre o triste, quien se ve como desposeído y quien se ve como a quien todo le va bien… hasta que escuchamos verdaderamente a su alma.