La relación entre el Ser Humano y Dios torna alrededor del eje a uno de cuyos extremos se encuentra la Divina Providencia, mientras que al otro se encuentra la fe. Fe, “emuná” en hebreo, se refiere a la confianza. La falta de fe, aún temporaria, el hecho de no confiar totalmente en Dios, ha sido visto a lo largo de la historia como una falla espiritual.
En la diaria realidad humana no siempre logramos creen todo el tiempo y con la misma intensidad. No siempre sentimos a esa Providencia, ese cuidado de Dios… hay veces en los que ni siquiera está activo.
Por lo menos, no tan activo como quisiéramos. Entonces nuestra fe se ve conmovida y nos preguntamos: ¿he dejado de creer? ¿Puedo, acaso, creer o seguir creyendo?
Tendemos a comprender la fe en Dios como un concepto que requiere nuestro total y absoluto compromiso. O todo, o nada. No hay lugar para preguntas, para dudas. Los que preguntan o vacilan no son verdaderos creyentes.
¿Sería posible pensar de manera diferente a la fe o a la persona de fe? ¿Quizás la verdadera fe es el resultado de una lucha interna permanente entre el deseo de que nada malo pase y la realidad, que no siempre es simpática? ¿Quizás la fe sea justamente ese desafío que nos vapulea entre la esperanza y la realidad?
Abraham es un ejemplo de esa lucha espiritual. En la parashá Lej Lejá hay muchas expresiones de una fe puesta en proporciones humanas: una fe que va desde la confianza absoluta hasta las dudas, para regresar a confiar; una fe que le pregunta a Dios y se tranquiliza ante una respuesta reaseguradora, pero titubea frente a una repuesta oscura. Abraham va hacia lo desconocido, llevado por una profunda fe ante el llamado de Dios: vete… hacia la tierra que Te mostraré… Te bendecirá… y tú serás una bendición. Llega, en efecto, a la tierra… en donde la realidad es diferente de la fe: hay abundancia y sequía, amigos y enemigos, serenidad y discordia, certeza y duda.
“Hubo sequía en la tierra y Abram descendió a Egipto” (Gen. 12:10). “Ellos dirán ‘ésa es su mujer’ y me matarán… di, por favor, que eres mi hermana, así me irá bien a causa tuya” (id. 12-13). Abraham teme, se angustia, se debate: no se ha quedad en la tierra que Dios le había mostrado, tampoco confía en la bendición que Dios le había prometido. Desciende a Egipto a causa de la sequía, se angustia por su vida sin pensar “Dios me protegerá”. Prefiere mentir y pedirle a su mujer que mienta.
Nuestros Sabios consideran que estas acciones son, en realidad, una prueba a la que Dios somete a Abraham (Avot de Rabi Natán, versión A, Cap. 33 y versión B, cap. 36).
Najmánides, sin embargo, dice que en este caso Abraham pecó, ya que no tuvo fe:
“Debes saber que nuestro patriarca Abraham cometió, sin quererlo, un gran pecado, al llevar a su mujer ante el obstáculo de la transgresión… Debería haber tenido fe en que Dios lo salvaría” (Najmánides en Gen. 12:10)
La mayoría de los exégetas, no obstante, defienden de distintas maneras a Abraham, quizás porque es difícil pensar que nuestro patriarca Abraham tiene poca fe. En mi humilde opinión, no se trata aquí ni de poca fe, ni de debilidad espiritual. Abraham reaccionó con sincera incertidumbre humana. Es más, la gran prueba de Abraham fue renovar su fe, su confianza en Dios, luego de todos los desafíos por los que hubo de atravesar. Y logró salir airoso de esta prueba.
El Rabino Shimshón Rafel Hirsch (Alemania, S. XIX), nos presenta a la gran virtud de Abraham como siendo la de un sincero y valiente hombre de fe, que debe hacer frente a lo espiritual y lo mundano:
“Abraham no confió en Dios, Aquél que da alimentos y sostiene aún en el desierto (…) puso en peligro el bienestar moral de su mujer para poder sobrevivir. (…) La Torá no nos presenta a las grandes personalidades del Pueblo de Israel como ideales perfectos… no nos dice sobre ninguna persona: “he aquí la persona ideal que hace que la Divinidad se haga humana” (…) El saber de los pecados de las grandes personalidades no las subestima. Por el contrario, sus características personales se engrandecen aún más. Si brillaran con absoluta perfección, habríamos pensado que su naturaleza es diferente de la nuestra y que es imposible de imitar. Sin el deseo terrenal, ni la lucha espiritual interna, sus virtudes hubieran sido sólo el resultado de una naturaleza superior”. (Rab. S.R. Hirsch, comentario a Gen. 12:10-13)
La grandeza de Abraham reside en su vérselas con la fe, con la esperanza y el temor, al igual que nosotros nos las vemos con ella. Él reforzó su confianza en Dios, a pesar de no haber recibido de Él todo lo que quería, tal como lo quería y cuándo lo quería. Abraham temía y creía, tenía esperanza y se preocupaba, confiaba, se desilusionaba y renovaba su confianza.
Al igual que nosotros.
Sea Abraham bendito y seamos nosotros, sus descendientes y seguidores en el cuestionamiento y en el permanente rencuentro con Dios, seamos nosotros también benditos.