Archivo por meses: octubre 2017

Sepárate de mí, pues somos hermanos – Parshat Lej Lejá

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La disputa es normal entre los seres humanos. Cada uno de nosotros tiene la capacidad y la libertad de tener ideas personales: convicciones diferentes pueden derivar en una discusión. Las discusiones pueden ser una fuente de enriquecimiento espiritual y de desarrollo de la personalidad y de las relaciones interpersonales. Sin embargo hay veces en que ellas derivan en conflicto y hasta en contienda.

Podríamos definir tres niveles: discusión (que puede ser enriquecedora y fructífera), conflicto (en el que cada uno queda fijado en su propia posición sin respetar la idea del otro) y la contienda (en donde el conflicto se vuelve violento: no sólo ya no hay respecto por la posición contraria, sino que se la intenta silenciar por medio del sometimiento físico).

Los dos primeros niveles, la discusión y el conflicto, están basados sobre el desacuerdo de ideas: son típicamente humanos. La contienda, por otro lado, agrega la violencia verbal y física, un comportamiento animal en el que las ideas ya no son importantes: sólo lo es el poder físico de subyugar al enemigo.

Todos corremos el riesgo de pasar del conflicto a la contienda, aunque ésta sea una reacción animal. Debemos, entonces, hacer todos los esfuerzos por alejarnos de esta opción destructiva.

¿Y qué pasa con el conflicto? ¿No deberíamos evitarlo? Bueno, hay veces que lo logramos. Pero en general nos es más fácil quedarnos fijados en nuestras concepciones y no otorgarle sustancia a la idea del prójimo. Esta fijación es la razón del paso de una discusión a un conflicto. No siempre, entonces, podemos evitar el conflicto. En lugar de evitarlo, sería quizás más positivo y eficaz aprender cómo controlarlo para no derivar en una contienda y cómo salirnos de él, una vez que hemos entrado en un conflicto.

Tratar un conflicto de manera constructiva depende de nuestra capacidad de respetar al prójimo. Respeto significa otorgar a la otra persona significado, existencia, peso. En Hebreo, la palabra respeto, kavod, se relaciona con peso, koved. No tenemos necesariamente que estar de acuerdo con la concepción de nuestro prójimo; pero debemos otorgarle sustancia y existencia. De esta forma las dos concepciones, la mía y la de él, persisten.

Esta postura debe estar presenta en las dos pares de un conflicto. Cada uno debe saber y aceptar que uno es igual al otro en lo que hace a sus ideas y puntos de vista, aun cuando no puedan estar de acuerdo. Si uno piensa que el otro es inferior, vil, deplorable, defectuoso, abyecto… el respeto es inexistente y no es posible un tratamiento constructivo y eficaz del conflicto. Si, por el contrario, uno se piensa a sí mismo como ganador, superior, héroe, aceptado, elevado por encima del otro… tampoco aquí hay respeto. Más aún, si uno acepta al otro por misericordia, piedad, conmiseración, no está siendo más que arrogante y paternalista; pero no ejerce ningún respeto: uno es visto como necesitado, impedido, mientras que el otro es completo y prominente.

A veces, preservar el respeto implica la separación. También ésta es una solución: ambas partes reconocen sus propias limitaciones y la dificultad de vivir juntos. Para preservar la fraternidad, el amor y el respeto mutuo, debemos no forzar a las partes a vivir bajo un mismo techo si esto tiende a crear conflicto.

La relación entre Abraham y Lot era de este tipo. Era muy claro para ellos que la vida en común podría ser posible solamente cuando uno de ellos se sometiera (anulándose) al otro. Con gran sabiduría Abraham declara: “Que no haya una pelea entre tú y yo… pues somos hermanos… sepárate de mí” (Gen. 13:8-9).

El Malbim, en su comentario a estos versículos, explica que la pelea fue provocada porque eran hermanos. El Rabino Samson Raphael Hirsch señala que el versículo no dice “entre nosotros”, sino “entre tú y yo”. Entiendo esto como que Abraham le adjudica a Lot la misma importancia que se adjudica a sí mismo. No dice “No te pelees conmigo”, como si el centro del conflicto fuese Lot. Tampoco dice “entre nosotros” como para opacar las diferencias. “Entre mí”, con mis concepciones y mi existencia, “y tú”, con tus concepciones y tu existencia. Las posiciones son tan opuestas que si continuamos viviendo juntos terminaremos por no respetarnos: trataremos de sojuzgar uno al otro y de anular su individualidad.

¿Esta separación significa cortar las relaciones? ¡No! La prueba llega algunos versículos más adelante, cuando Abraham rescata a Lot del cautiverio. Es más bien como lo explica Rashi: ” ‘Si vas a la izquierda, yo iré a la derecha‘: dondequiera que vayas, no me alejaré de ti y estaré allí para ayudarte y protegerte”.

Hemos discutido, nos quedamos fijados en nuestras concepciones, desarrollamos un conflicto, no pudimos salir de él, pero siempre cuidaremos del respeto mutuo. Por ello, sepárate de mí, para que continuemos siendo hermanos.

 

Si tus caminos son placenteros, ¡es un placer conocerte! – Parshat Noaj

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¿Quién era la mujer de Noé? La Torá no menciona su nombre, si bien es una de las silenciosas heroínas de esta historia, junto a las mujeres de sus hijos.

Cuando la Torá menciona el nombre de alguien, es porque la persona cumple una función sustancial ya sea en esa historia, o en algún otro lugar de la Torá. Los otros, que no tienen un rol central o sobre los que no hay nada especial que aprender, permanecen en el anonimato. Así lo vemos con respecto a los muchos hijos e hijas de las primeras generaciones: “Tuvo hijos e hijas” dice la repetitiva frase que resume la lista de generaciones del Génesis. Son hijos e hijas anónimos porque sus historias, si bien pueden ser importantes, no son sustanciales en lo que hace al mensaje que quiere enseñar la Torá.

Sobre Iaakov también está escrito que tuvo otras hijas además de Diná; pero son anónimas: “Todo sus hijos y todas sus hijas vinieron a consolarlo” (Gen. 37:35); hay quienes dicen que “hijas” se refiere a nueras, mientras que otros dicen que son concretamente sus hijas.

En la mayoría de los casos, aquél cuyo nombre no es mencionado permanece anónimo en toda la Torá. Sin embargo, hay algunos casos en los que nuestros Sabios decidieron llenar el vacío. Por ejemplo, el servidor de Abraham que fue a buscar esposa para Itzjak, es sólo llamado en la Torá “el servidor de Abraham”. Muchos midrashim dicen que es Eliezer, el damasceno, el encargado de la casa de Abraham. Otro ejemplo es el de la hija del Faraón, a quien muchos midrashim identifican como “Bitiá, la hija del Faraón”, la esposa de Mered que aparece en I Crónicas 4:18.

La lógica de estos dos ejemplos es bastante comprensible: los dos personajes jugaron un rol central en la historia del pueblo judío, a pesar de que la Torá no mencione sus nombres.

Hay, sin embargo, un caso de identificación que es bastante sorprendente: la mujer de Noé. Su nombre no es mencionado en la Torá, ni tampoco jugó un rol sustancial (importante, sí; pero no necesariamente sustancial). Pese a que no era crucial identificarla, nuestros Sabios decidieron vincularla con otro personaje: Naamá, la hermana de Tubal-Cain. “Rabí Aba bar Kahana dijo: Naamá era la mujer de Noé… pero los Sabios dijeron: era otra Naamá” (Bereshit Rabá 23:3).

Naamá era la hija de Lemek, un descendiente de Caín. ¿Por qué es que Rabí Aba bar Kahana considera que la simiente de Caín debe de haber sobrevivido el Diluvio? No hay nada en la Torá que lo indique: ¿la esposa de Noé es Naamá, la hija de Lemek, descendiente de Caín? Esto significa que la humanidad se desarrolló no sólo a partir de Set, el tercer hijo de Adán y un antepasado de Noé, ¡sino que también a partir de Caín! Hubiera sido mucho más simple seguir el sentido llano del texto, dejando a la esposa de Noé en el anonimato. ¿Por qué embrollar todo? ¿Por qué enraizar a la humanidad en la simiente de Caín el malvado?

Quizás la alusión aquí sea que Caín no era malvado. Pecó, sí. Cometió una gravísima transgresión, sí. Pero quizás también cambió su actitud, trato de reparar lo que podía ser reparado, trató de construir en lugar de perpetuar la destrucción. No debemos olvidar la rehabilitación que emprendió Caín: Dios lo expulsó a una tierra de nomadismo: “trashumante y nómada serás en la tierra… y él se asentó en la tierra de Nod [nomadismo]” (Gen 4:12-16). Y es en esta tierra de trashumancia en donde Caín construye una ciudad; se establece y construye en un lugar en donde parecería imposible lograrlo (id. vers. 17). No sólo construye, sino que también pone a la ciudad el nombre de su hijo: Janoj, un nombre relacionado con establecerse, fundar, progresar y enseñar.

Caín no perpetúa la extinción: ha hecho algo terrible al matar a su hermano; pero busca la rehabilitación y la restauración. Caín no repite el mal: ante la destrucción él y sus descendientes proponen la construcción, la restauración y la continuidad. Sus descendientes Iaval, Iuval y Tubal-Caín fueron quienes desarrollaron la civilización: la música, el asentamiento, el ganado, la metalurgia, la agricultura. Los hijos reparan lo que había hecho si padre Lemek: él mató y se jactó de haberlo hecho, mientras que sus hijos responden construyendo y progresando.

¿Y Naamá? Sólo es mencionada como la hermana de Tubal-Caín. Pero si se alude a su nombre, esto quiere decir que sus acciones son sustanciales… ¡pero no se las menciona!

El vínculo entre Naamá y la esposa de Noé viene a enseñarnos, quizás, la función crucial que tuvo en continuar la construcción a pesar de la extinción. Ella hace todos los esfuerzos, junto con Noé, por continuar la vida a pesar del Diluvio y de la corrupción humana. Es la que silenciosamente mantiene la esperanza de la construcción a pesar de la maldad, la crueldad y la corrupción de otros humanos. Ella es la que no se rinde a la pulsión de destrucción y lucha contra la inclinación al mal para traer luz dentro de la oscuridad. Ella representa, como descendiente de Caín, la tendencia positiva de los humanos de arrepentirse, corregir lo pervertido, luchar contra las inclinaciones destructivas y lograr la restauración.

¿Por qué se llamaba Naamá? El midrash continúa: “porque sus hechos eran placenteros [naim]”

Una responsable responsabilidad – Parshat Bereshit

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Las historias de las dos primeras secciones de la Torá, Bereshit y Noaj, presentan uno de los problemas básicos del comportamiento y del sentimiento humanos: la relación con la responsabilidad. Digo problema, porque esta relación no está exenta de altibajos y de fracasos.

Los seres humanos sufrimos de hipo-responsabilidad y de híper-responsabilidad. A veces intentamos desentendernos de nuestras obligaciones y de hacernos cargo de nuestras acciones. Otras veces exageramos en ponernos límites (a nosotros mismos y a otros) y asumimos un celo desproporcionado.

Sí, también actuamos con responsabilidad adecuada, constructiva, positiva. Pero en muchas áreas, en muchos momentos, todos nosotros, sin excepción, caemos en los extremos de alta o baja responsabilidad.

Dios creó al Ser Humano con la capacidad de discernir entre valores, de medir causas y consecuencias, de crear un sistema moral. Pero esta misma capacidad es un arma de doble filo en manos humanas. Podemos vernos encerrados por esos mismos valores e intentar un escape: deshacernos y desasirnos de la responsabilidad. O bien podemos ser dominados por el temor al error, por el miedo a no saber cómo discernir, y quedar así esclavizados dentro de nuestro comportamiento axiológico.

La parashá de Bereshit presenta varios ejemplos del fracaso humano en aplicar la responsabilidad. La lectura de este texto debe ser un llamado a sobreponernos e intentar aprender, tantas veces como sea necesario, el delicado arte de vivir con responsabilidad.

El relato del fruto prohibido, del árbol del conocimiento del bien y del mal, es un claro ejemplo de ese fracaso, tanto por hipo- como por híper-responsabilidad. Ambas posturas llevan a consecuencias destructivas.

Dios le prohíbe al Ser Humano comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal: “Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, pues cuando comieres de él habrás de morir” (Gen. 2:17). Esta prohibición fue introducida antes de que Dios separara al Ser Humano en dos: un macho y una hembra. Es decir que es una prohibición que recae tanto sobre el hombre como sobre la mujer.

La serpiente le hace a la mujer una pregunta capciosa: “¿Así que Dios les dijo que no comiereis de ningún árbol del Jardín?” (Gen. 3:1).

La respuesta responsable sería: “Sólo nos ha prohibido comer del árbol del conocimiento del bien y del mal”. Pero la mujer, actuando por híper-responsabilidad, agrega una restricción y declara: “del fruto del árbol que está en medio del Jardín Dios nos ha dicho que ni lo comiéramos, ni lo tocáramos(id. vers. 3). Este agregado alejó lo prohibido… y lo hizo más tentador. Traspasar esta nueva valla auto-impuesta no sólo que no conlleva ninguna sanción, sino que modifica la percepción de la prohibición original. El razonamiento sería: “si no me ha pasado nada cuando toqué el árbol (violando la restricción autoimpuesta), tampoco me pasará si como del fruto (violando la prohibición original)”.

La exageración en la puesta de límites, por más que provenga de la intención de guardarse de transgredir, deriva en la saturación y en la anulación, en fin de cuentas, de la interdicción original, violando así la misma norma que se pretendía proteger.

Rashi (Rabi Shelomó Itzjaki, Francia S. XI) nos explica con respecto al agregado de Eva: “Ella añadió al mandamiento y por ello terminó depreciándolo. Ya se nos ha dicho ‘No agregues a Sus palabras’ (Proverbios 30:6) (Rashi, Gen. 3:3).

El Talmud (tratado Sanhedrín 29a) también toma este versículo como ejemplo claro de que todo el que agrega termina, en fin de cuentas, depreciando.

Dios le pregunta al hombre: “¿Has comido, acaso, del árbol del que te prohibí comer?” (Gen. 3:11). Dios es omnisciente, ¿para qué necesita preguntar, entonces? ¡Él ya sabe lo que pasó! Dios no pregunta para saber, sino para estimular en el hombre el ejercicio de la responsabilidad. Pero aquí vemos la falla por hipo-responsabilidad: “la mujer que Tú me entregaste me dio de comer” (id. vers. 12). “¡No fui yo!”, dice el hombre, “¡fuiste Tú, Dios! ¡Y la mujer!”. El hombre destaca sólo una parte de la realidad para desentenderse de toda responsabilidad.

¿Qué habría sucedido si la mujer no hubiera reaccionado con híper-responsabilidad? ¿Qué habría sucedido si el hombre no hubiera reaccionado con hipo-responsabilidad?

De nada vale conjeturar sobre qué hubiera pasado. La Torá nos desafía a nosotros, los Seres Humanos que la leemos, a tomar el camino que aquellos seres primigenios no se atrevieron a andar.

A nosotros nos toca reaccionar con responsable responsabilidad.