Generalmente, le damos poca importancia a las pequeñas acciones y a las palabras dichas al pasar. Como si no tuvieran influencia. Como si consecuencias cruciales dependieran sólo de hechos importantes y reflexionados. Como si los cambios drásticos de la historia estuvieran solo en manos de personas famosas, experimentadas y conocidas en el área en donde se produce el gran cambio. Esta es una opinión bastante difundida.
Nuestra parashá nos muestra una realidad diferente. Mucho más trivial, mucho más cotidiana, mucho más “nuestra”. Una realidad que parece casual… aunque no lo es.
Iaakov envía a Iosef a buscar a sus hermanos, que sacaron a pastar el ganado de su padre en Shejem. Iosef no los encuentra. Deambula por la zona pero no logra ver a dónde fueron.
Hasta aquí, se trata de una situación que podría también sucedernos a nosotros: quedamos en encontrarnos con alguien en un lugar, pero nos desencontramos. ¿Qué hacemos? Esperamos, buscamos y después de un cierto tiempo, nos vamos. Esta vez no nos vimos; ya lo haremos ulteriormente.
En la Parashá, sin embargo. Iosef se topa con un hombre anónimo, cuyo único rol es preguntarle “¿qué precisas?” Es decir, “¿Se te perdió algo? ¿Te perdiste? ¿Puedo ayudarte?” Un hecho cotidiano, sencillo, amable pero sencillo. Una acción realizada por una persona anónima. Un hecho que no debería ser la base de una revolución sustancial. “Fueron a Dotán”, ése es todo el aporte que este hombre anónimo hace al relato.
¿Realmente?
Pues bien, si este hombre no se hubiera interesado en Iosef y no le hubiera dado esa información casi trivial, Iosef no hubiera sido vendido a Egipto, ni hubiera llegado a ser visir, ni hubiera traído a su padre y a sus hermanos a la diáspora en
Egipto; nosotros no hubiéramos caído en la esclavitud en una tierra extraña, ni hubiéramos sido rescatados, ni hubiéramos recibido la Torá en el monte Sinaí, ni hubiéramos entrado en la Tierra Prometida y nuestra esclavitud no hubiera sido ejemplo y base de mitzvot tan fundamentales para la civilización judía como Shabat, amor al prójimo, respeto por el esclavo y pago de indemnización por la esclavitud, justicia judicial, justicia para los desprotegidos, justicia social y ayuda al necesitado.
Es por este hombre anónimo y su ínfima acción que nuestra historia se desarrolló como se desarrolló.
El Santo Bendito es Él ya le había dicho a Abraham que su simiente sería esclava en una tierra extraña y que Él redimiría a sus descendientes. Pero en esa ocasión no determinó ni el lugar, ni el tiempo, ni la forma en que se desarrollarían los hechos, quiénes exactamente estarían implicados y cómo reaccionarían. Todo esto estaba en manos de los seres humanos.
Y ese hombre anónimo, con su acción trivial, cambió la historia.
Todos nosotros somos ese hombre anónimo: jamás debemos despreciar la importancia de lo que cada uno de nosotros puede hacer y no hemos de olvidar la potencia de nuestras palabras: su fuerza constructiva y su poder de destrucción.